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ELLOS

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  Aquella tarde J. salió de casa como cada tarde, como cada día desde que dejó de ir a clase, desde que por fin tuvo edad para dejar de ir día tras día a ese instituto donde solo perdía el tiempo, montaba un poco de bronca y se reía con los colegas. Exactamente lo mismo que ahora hacía cada día, cada tarde, en la calle, con sus amigos de toda la vida. Perder el tiempo, fumar, beberse unas cervezas y quedar para el día siguiente. Una rutina que no le desagradaba pero que le venía impuesta por la imposibilidad de encontrar un trabajo. Ni él, ni ninguno de sus amigos del barrio conseguía nada que no fuera alguna pequeña chapucilla, algo de reparto de propaganda o aguantar unos días repartiendo comida a domicilio a aburridas familias que veían Telecinco en sus casas. El que tenía moto, claro. O el que se hacía con una. Cuando llegó al parque habitual observó que había más gente de lo normal, saludó, dio un trago a la birra y preguntó qué era toda aquella movida. Le dijeron algo de una
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                                         MIEDO, MUCHO MIEDO     Desde que abro los ojos por la mañana tengo miedo. Un miedo atroz, cerril e Injustificado que me atenaza, me aplasta y me impide llevar una vida normal. Cada mañana paso entre diez y quince minutos aterrorizado ante la idea de salir de entre las sábanas y poner un pie en el suelo temiendo la posibilidad de tropezar o caer. Cuando al fin me decido, lo de entrar en un cuarto de baño lleno de esquinas, humedades propensas al resbalón, aparatos que cortan o electrocutan es una tortura que me paraliza. Y después tengo que entrar en ese criadero de accidentes conocido como cocina.   Tras vencer todos estos miedos más o menos rutinarios y parcialmente controlados llega la hora de abrir la puerta de casa y salir a la calle. Entonces el miedo da paso al pánico. La gente, los coches, los perros, los malditos pájaros, la posibilidad de que algo caiga sobre mi cabeza desde cualquier terraza, el viento… todo me aterroriza y
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  EL PARQUE       Me gusta pasear por este parque desde que una tarde de verano, cuando lo que más me apetecía era morirme o matar a alguien, lo descubrí. Desde fuera parece un parque más, con todos y cada uno de los elementos que puedes encontrar en cualquier parque de cualquier ciudad. Está bien provisto de árboles, césped y gente variopinta que puede pasear con su perro, airear a sus tiernos infantes o elucubrar durante horas como besar a la chica que tiene al lado. También tiene un estanque, en el que nadan grupos de patos de todas formas y tamaños y abunda la mierda, rebosa. También cuenta con unos insectos de una especie indeterminada que aparecen y desaparecen en décimas de segundo en formaciones compactas de inmundicia volante. Nunca he conocido el agua de este estanque de un color más claro que el verde vómito. Curiosamente, los distintos tipos de verde o marrón en todas sus posibles tonalidades, nos pueden servir de orientación para saber en que época del año nos
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  LAS PALABRAS     Decidió que sería su última novela mientras releía en el monitor lo último que había escrito. No recordaba cuantos personajes había creado, cuantos paisajes, ciudades o habitaciones había descrito ni cuantas emociones había vivido y hecho vivir a sus lectores. Múltiples premios literarios y hordas de seguidores siempre dispuestos al halago y la admiración incondicional engordaron su ego en proporciones peligrosas para que no se resintiese la salud mental de cualquier persona por muy equilibrada que estuviese. Escribió novelas, ensayos, relatos, obras de teatro e incluso tuvo un acercamiento al mundo poético que no resultó satisfactorio. Aún recordaba esos torpes versos, ridículamente pedantes, que a pesar de todo fueron ensalzados por algún que otro crítico lameculos. Y esa tarde, esas últimas palabras escritas, hicieron que decidiera poner punto y final a su carrera. Unas palabras que cuando las meditó, e incluso mientras tecleaba le parecieron acertadas
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  NOCHE     La noche era fría. Las ropas, mojadas, cuarteadas y pesadas por la acumulación de barro tras la batalla tampoco ayudaban a conseguir una postura cómoda que permitiese intentar conciliar el sueño. Estaba muy cansado. Pero pesaba más la derrota que la larga marcha, el clima o la batalla, que fue rápida y desastrosa. Sabía que estaba acabado. Que todos estaban acabados. El rey jamás perdonaría su revuelta. Tenían que servir de ejemplo. El juicio sería una simple formalidad antes de ser ejecutados. Llevaban ya mucho tiempo juntos y aunque no siempre habían estado de acuerdo, les unía su afán de libertad y su oposición a ese rey que nada sabía de su reino. Un rey al que poco importaban sus dominios excepto para saquearlos o sus súbditos, sino para oprimirlos. Juan parecía dormir. O al menos lo fingía. Francisco lo miraba fijamente. Quizá pensando que se había equivocado siguiéndolo en una empresa abocada al fracaso. O quizá pensando que no había sido un buen líder. Aun