LAS PALABRAS

 

  Decidió que sería su última novela mientras releía en el monitor lo último que había escrito.

No recordaba cuantos personajes había creado, cuantos paisajes, ciudades o habitaciones había descrito ni cuantas emociones había vivido y hecho vivir a sus lectores.

Múltiples premios literarios y hordas de seguidores siempre dispuestos al halago y la admiración incondicional engordaron su ego en proporciones peligrosas para que no se resintiese la salud mental de cualquier persona por muy equilibrada que estuviese.

Escribió novelas, ensayos, relatos, obras de teatro e incluso tuvo un acercamiento al mundo poético que no resultó satisfactorio. Aún recordaba esos torpes versos, ridículamente pedantes, que a pesar de todo fueron ensalzados por algún que otro crítico lameculos.

Y esa tarde, esas últimas palabras escritas, hicieron que decidiera poner punto y final a su carrera. Unas palabras que cuando las meditó, e incluso mientras tecleaba le parecieron acertadas, adecuadas para la progresión de su personaje. Cuando releyó el párrafo le parecieron inquietantes, ominosas y le aterró haberlas escrito.

Cerró el portátil, asustado y asqueado a un tiempo. No fue capaz de volver a escribir nada durante varios días.

Sabía que tenía que terminarlo. Estaba muy cerca del final, pero le daba pánico retomar el escrito. Esas últimas palabras.

Tras muchas dudas, una tarde, desechó al fin sus temores y abrió el portátil. Se quedó varios minutos mirando la foto que tenía como protector de pantalla, un acantilado blanco de la costa inglesa, incapaz de abrir el archivo y enfrentarse a sus propias palabras.

Se levantó. Se sirvió un ron y estuvo largo rato observando el licor, temiendo apartar su vista del vaso y dirigirla hacia la página. Tomó un buen trago para espolear un valor que no sentía. Volvió a sentarse frente a la pantalla.

Seguía pasando el tiempo. Pinchó el documento. Las palabras seguían estando ahí. Tenía la esperanza de que hubieran desaparecido o incluso que nunca hubiesen sido escritas. Pero ahí seguían.

Releyó el escrito una y otra vez. Empezaba siempre con la esperanza de encontrarlo diferente o de ver un resquicio que le permitiese cambiar las palabras.

Le dañaba. Cada relectura le exigía una mayor fuerza de voluntad y se le introducía más hondo.

Pero tenía que terminarlo.

Por su cabeza pasó una posible solución: dárselo a leer a alguien.

Dudó mucho sobre quién tendría la suficiente capacidad literaria y al tiempo la presencia de ánimo para enfrentarse a su obra. Quizá todo estuviera en su cabeza y sólo él le diera un sentido maléfico a lo que reflejaba el monitor.

Hizo un esfuerzo y, nuevamente, se obligó a leerlo, por ver si podía ahuyentar la sensación. Pero ahí seguían. Las palabras.

Tenía que mostrarlo.

Comenzó a pensar en los posibles candidatos. Pasó horas eligiendo y descartando a quienes él consideraba, primero, cualificados literariamente y luego, cercanos emocionalmente.

 Finalmente lo redujo a tres nombres. Su mejor amigo, un gran especialista en Henry James, al cual consideraba casi un hermano. Su editor desde casi los inicios, un compañero de trayectoria al que le debía parte de su carrera. Y su actual pareja, que le conocía mejor que él mismo.

¿A cual de ellos quería ver enfrentado al horror y la nausea que le provocarían sus palabras? ¿A cual exponer a un estado como el que le oprimía y le impedía casi hasta pensar?

A ella no. No podía. Debía mantenerla alejada de esta abominación.

El problema se redujo a dos opciones. Sólo quedaba decidir si darle más importancia a lo literario o a lo emocional.

Se decidió por la cercanía afectiva y marcó el teléfono de su amigo intentando no parecer angustiado.

Mintió. Le contó que la novela estaba terminada y quería que fuera el primero en leerla, apremiándole con excusas bastante peregrinas.

Antes de una hora, su amigo estaba llamando a la puerta haciendo bromas sobre la urgencia con que había sido requerido. Sorteó lo mejor que pudo el buen humor y la charla informal del invitado y rápidamente pudo convencerle de que empezase la lectura. Le dejo solo en una pequeña sala con buena iluminación y una provisión de ron y cigarros y se puso a esperar.

No era una novela muy larga, pero sabía que su amigo, como habitualmente hacía, leería con interés deteniéndose y deleitándose en algunos párrafos.

La espera sería eterna.

No dejaba de pensar en que pasaría cuando llegase a las palabras, pero se fue tranquilizando según pasaba el tiempo pensando en que todo acabaría pronto. Para bien o para mal.

Cuando empezaba a adormilarse escuchó algo parecido a un graznido en la habitación de lectura. Se tensó intentando discernir qué era el sonido y, súbitamente, sonó un golpe seco, como de algo, o alguien cayendo.

Corrió hacia la habitación como si la vida le fuese en ello, golpeándose con los objetos que encontraba a su paso sin apenas notarlo.

Abrió la puerta con violencia y le encontró tendido en el suelo, con la silla volcada y el manuscrito desperdigado por la habitación.

Temiendo lo peor corrió hacia su amigo. Respiraba éste agitadamente y estaba boca abajo con la mano que quedaba a la vista contraída, como una garra. Le giró y vio su cara. Tenía los ojos muy abiertos, en una grotesca máscara de horror, mirando suplicantes, exigiendo una explicación a lo que acababa de leer. Se dio cuenta que había locura en esos ojos. Y el era el culpable.

Una ambulancia se llevó al pobre diablo. Diagnosticaron algún tipo de ataque. Pero escuchó   a los enfermeros comentar que jamás habían visto una cara de espanto como aquella. Un policía le hizo varias preguntas rutinarias, convencido de que lo que allí había sucedido era algo debido únicamente a la fatalidad.  Dos días después su amigo falleció sin recobrar la lucidez.

Se encerró en casa sin querer hablar o ver a nadie. Bebía mucho y apenas probaba bocado. No dormía. 

Sólo pensaba en la cara de horror y en las palabras.

 La situación duró casi una semana. No se atrevió a acercarse al manuscrito aunque muchas veces estuvo tentado de hacerlo.

Una tarde, tras un duermevela febril, tomó de improviso la decisión de acabar con el horror que había creado.

Se dirigió hacia la habitación donde su amigo había sufrido la horrible experiencia que le había conducido a la locura.  Todo estaba tal cual había quedado cuando el médico y la policía terminaron de hacer su trabajo. El manuscrito continuaba allí, desperdigado

por el suelo, sin dar una pista de la agonía que contenía. Recogió todos los papeles y se los llevo a una pequeña terraza que usaba como tendedero arrojándolos de cualquier manera.

Traía consigo una pequeña botella de gasolina para rellenar mecheros y un encendedor de mecha. El fuego purificaría la maldad que contenían esas páginas.

Vertió el líquido sobre el montón de papeles y encendió el mechero.

En ese momento, se dio cuenta que la página que se había colocado por encima del montón, justo en su centro, era aquella en la que estaban escritas las palabras. Con un par de pasos se acercó a coger el folio y quedó encima de su manuscrito, con el mechero aún encendido, mirando sus palabras.

Perdió la noción del tiempo mientras, hipnotizado por el horror releía una y otra vez el texto. Dejó caer el mechero para sujetar con más fuerza la página y la gasolina prendió. El papel comenzó a arder con furia y con el, los zapatos y los bajos del pantalón los cuales, tras un tiempo sobre el montón habían quedado en parte impregnados de la gasolina. En pocos segundos se convirtió en una antorcha, aunque él parecía no darse cuenta. Porque mientras ardía hasta morir siguió leyendo una y otra vez las palabras.

 

 

31 de mayo 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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