MIEDO,
MUCHO MIEDO
Desde que abro los ojos por la
mañana tengo miedo. Un miedo atroz, cerril e
Injustificado que me atenaza, me
aplasta y me impide llevar una vida normal.
Cada mañana paso entre diez y
quince minutos aterrorizado ante la idea de salir de entre las sábanas y poner
un pie en el suelo temiendo la posibilidad de tropezar o caer. Cuando al fin me
decido, lo de entrar en un cuarto de baño lleno de esquinas, humedades
propensas al resbalón, aparatos que cortan o electrocutan es una tortura que me
paraliza. Y después tengo que entrar en ese criadero de accidentes conocido
como cocina.
Tras vencer todos estos miedos
más o menos rutinarios y parcialmente controlados llega la hora de abrir la
puerta de casa y salir a la calle. Entonces el miedo da paso al pánico. La
gente, los coches, los perros, los malditos pájaros, la posibilidad de que algo
caiga sobre mi cabeza desde cualquier terraza, el viento… todo me aterroriza y
me empuja a evitar cualquier contacto, a observar todo a mi alrededor, a desconfiar
de cada ruido, de cada silencio repentino.
Cada día es una tortura, siempre
pendiente de la mínima variación en la rutina de mi entorno, de los que me
rodean, de todo aquello que cualquiera en su sano juicio consideraría un día
monótono y aburrido y a mí me provoca un constante sobresalto y una terrible
angustia.
Podría pensarse que llegar a
casa supone un oasis en medio de tanto pavor acumulado. Nada más lejos de la
realidad. La sensación de que alguien puede estar escondido cuando llego o que
puede entrar en cualquier momento y sorprenderme para hacerme sabe Dios qué, da
paso a los terrores nocturnos y al miedo a morir mientras duermo.
Por todo ello decidí poner punto
final a mi vida. Dejar de una vez por todas este sufrimiento constante e
injustificado y conseguir por fin un poco de paz.
Empecé a pensar el método a
emplear en mi suicidio desechando rápidamente todo lo relacionado con armas de
fuego u objetos punzantes o cortantes a los que no podía ni acercarme. También decliné
la posibilidad de tirarme desde el balcón o cualquier elemento arquitectónico
de cierta altura por miedo a no morir y quedar tetrapléjico. Los venenos,
pastillas o inhalación de gas, totalmente descartados por la angustia que me
daba solo pensar en los estertores. Quemarme a lo bonzo, muy doloroso. Lo de ahogarme
en un río o el mar me daba tos y espasmos solo de pensarlo.
Tan estresante se volvió la idea
de suicidarme que empecé a notar una fuerte presión en el pecho. Me asusté mucho
pensando en un infarto pero de repente se me ocurrió que era la solución a mis
problemas. La idea de morir infartado no me asustaba y ese momento de súbita
valentía me devolvió las ganas de vivir. Pero ya era tarde. Era un infarto
fulminante y allí quedé, tendido, muerto, sin miedos.
Ahora estoy en un sitio oscuro y
silencioso. Tengo consciencia pero no veo nada, no escucho nada, no noto nada.
Tengo miedo.
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