ELLOS

 


Aquella tarde J. salió de casa como cada tarde, como cada día desde que dejó de ir a clase, desde que por fin tuvo edad para dejar de ir día tras día a ese instituto donde solo perdía el tiempo, montaba un poco de bronca y se reía con los colegas.

Exactamente lo mismo que ahora hacía cada día, cada tarde, en la calle, con sus amigos de toda la vida. Perder el tiempo, fumar, beberse unas cervezas y quedar para el día siguiente. Una rutina que no le desagradaba pero que le venía impuesta por la imposibilidad de encontrar un trabajo. Ni él, ni ninguno de sus amigos del barrio conseguía nada que no fuera alguna pequeña chapucilla, algo de reparto de propaganda o aguantar unos días repartiendo comida a domicilio a aburridas familias que veían Telecinco en sus casas. El que tenía moto, claro. O el que se hacía con una.

Cuando llegó al parque habitual observó que había más gente de lo normal, saludó, dio un trago a la birra y preguntó qué era toda aquella movida. Le dijeron algo de una manifa y unos fachas, pero sin más explicaciones. Porque tampoco podrían habérselas dado.

Comenzó la rutina de cada tarde; las bromas, las puyas entre colegas, trago va, trago viene, algún cigarrito, algún canuto compartido y la tarde que iba pasando.

En un momento dado notaron que cada vez había más gente a su alrededor y que el ambiente se caldeaba. Al no tener nada mejor que hacer decidieron acercarse a fisgar un poco, por romper la rutina.

Vieron a un notas dando voces desde una tarima y a mucha gente cabreada gritándole cosas. Se dieron cuenta que el notas era un nazi de mierda y estaba soltando unas estupideces que cada vez indignaban más a la gente. A su gente. Porque los que estaban enfadados eran su gente. Allí estaba Paco, el del quiosco, los viejecitos esos tan majos que siempre les decían que no bebieran tanto, que era malo, el hermano de la piba esa tan buenorra que les ponía a todos, el frutero donde iba a hacerle recados a su vieja, incluso estaban algunos vecinos.

Notaron que la cosa se caldeaba. Ellos, como no, se pusieron del lado de su gente, de su barrio, contra aquella gentuza que no conocían y habían venido a joderles la tarde y también gritaban cosas, medio en serio medio de coña.

De repente, hubo un tumulto a su izquierda. Los gritos empezaron a sonar diferentes. Empezaron las carreras. Aparecieron maderos. Durante unos instantes no supieron si huir, echarse a un lado o hacerles frente. Estaban golpeando a su gente. Por nada.

En un momento dado dejaron de verse. El grupo fue dispersado por el tumulto y J. se vio solo, preocupado por no caer y ser arrollado, apartando gente y decidido ya a correr hacia su casa. Súbitamente se vio frente a una especie de armadura de casi dos metros que alzó la porra golpeando su frente. Cayó al suelo donde siguió recibiendo golpes mientras se hacía un ovillo. No supo cuanto duró aquello. De repente unas manos lo cogieron por las axilas levantándolo y arrastrándolo durante interminables metros hasta que lo arrojaron dentro de un vehículo.

 No perdió el sentido, pero durante mucho tiempo estuvo en una especie de duermevela del que salió para verse en una habitación que compartía con otras cuatro personas bastante magulladas y con la ropa desgarrada.

 Estuvo horas en esa habitación. No sabe cuántas. Nadie hablaba. Todo el mundo estaba cabizbajo, dolorido. Un chaval aún más joven que él no dejaba de sollozar.

En un momento dado, entraron en la habitación dos policías, más viejos y en peor forma que los que había en la bronca.

Les empezaron a gritar, a insultar y a decir que salieran y pasaran por no entendió bien dónde. Algo de un mostrador.

Allí, otro madero le contó no sé qué historias de varios delitos, le pidió que firmara un papel y que podía irse.

Llegó a su casa, confundido, sucio, dolorido y avergonzado.

Pensaba que sus padres le iban a montar la de dios, como solían hacer, pero extrañamente lo abrazaron casi llorando y en lugar de abrasarlo a preguntas le dejaron que se encerrara en su habitación.

Se sentó en la cama y, por primera vez desde que era un niño pequeño, lloró. Lloró derramándose, lloró de rabia, de impotencia. Lloró por todo y por nada. Lloró por sí mismo y por sus padres. Lloró hasta que el agotamiento lo derrumbó y se quedó dormido.

Semanas después llegó a su casa una citación para que se presentase en los juzgados porque se le imputaban varios delitos de resistencia y desobediencia a la autoridad, desórdenes públicos y lesiones.

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