EL PARQUE
Me gusta pasear por este parque
desde que una tarde de verano, cuando lo que más me apetecía era morirme o
matar a alguien, lo descubrí.
Desde fuera parece un parque más,
con todos y cada uno de los elementos que puedes encontrar en cualquier parque
de cualquier ciudad. Está bien provisto de árboles, césped y gente variopinta
que puede pasear con su perro, airear a sus tiernos infantes o elucubrar
durante horas como besar a la chica que tiene al lado.
También tiene un estanque, en el
que nadan grupos de patos de todas formas y tamaños y abunda la mierda, rebosa.
También cuenta con unos insectos de una especie indeterminada que aparecen y
desaparecen en décimas de segundo en formaciones compactas de inmundicia
volante. Nunca he conocido el agua de este estanque de un color más claro que
el verde vómito. Curiosamente, los distintos tipos de verde o marrón en todas
sus posibles tonalidades, nos pueden servir de orientación para saber en que
época del año nos encontramos.
Pero tiene este parque un rincón especial que aquel día consiguió calmarme y evitar que perpetrase alguna de las muchas idioteces que estaban pasando por mi mente. Abruptamente, se abre una pequeña vereda, a mano derecha del sendero principal, que aún hoy, está casi cegada por los arbustos y que sólo se percibe por casualidad o mediante una exploración concienzuda. En mi caso fue la casualidad, en forma de una pequeña pelota, que una niña tan diminuta que costaba trabajo creer que podía caminar por su propio pie, había introducido por esa vereda y no se atrevía a rescatar.
Entré por una pequeña abertura entre los arbustos y me quedé extasiado.
Debí permanecer al menos un par de minutos
observando aquel rincón, con el juguete en la mano, hasta que los primeros llantos de la niña me
hicieron salir a devolverle su pelotita.
Improvisé una excusa para la madre,
disimulé lo mejor que pude mi turbación y me alejé de la entrada pensando en
volver pasado un rato.
Se podría decir que aquel día había
llegado a ese parque por casualidad o incluso pensar que el destino había
querido darme un oportunidad de pensármelo mejor. Llevaba cerca de una hora
conduciendo como un desquiciado. A una velocidad absurda, sobre todo para una
ciudad. Saltándome semáforos, esquivando peatones y poniendo en riesgo mi
integridad y la de mucha gente.
Conducía sin rumbo. Escuchando música y fumando de manera
obsesiva. Tratando de quitar de mi cabeza su imagen.
Desde que sonó el teléfono y me
dijeron que su coche había sido embestido por un inconsciente que adelantaba
sin el espacio necesario, mi mundo pareció
venirse abajo. Solo podía ver su cara.
Constantemente recordaba sus risas ante cualquier tontería que se me
ocurría y también sus súbitos enfados que solían terminar en una sonrisa o un
empujón cariñoso. Ya no estaba. Y nunca más la tendría a mi lado.
No quería hablar con nadie. No
conseguía llorar. No podía gritar ni expresar toda la rabia que me abrasaba. Sólo veía su cara.
Por eso cogí las llaves del coche con la inconsciente esperanza de estamparme contra un muro, un árbol o un trailer lo más grande y cargado posible.
Pero no me atreví. Cuando estaba a punto de conseguir mi objetivo gracias a una furgoneta de reparto que circulaba casi con la misma inconsciencia que yo, el miedo me obligo a dar un volantazo que me llevó junto al parque. Y allí, descubrí mi rincón especial.
Aunque pensando con frialdad, mi
rincón especial no tenía nada de especial, salvo la tranquilidad y la
posibilidad de encontrar la soledad a menos de dos metros del mundo real.
Resulta curioso descubrir que
apenas entraba nadie en ese pequeño rincón y, los que lo conocían, tenían un
pacto tácito de dar la vuelta si alguno de los iniciados encontraba a otro
disfrutando del sitio. Pronto fui uno de los iniciados.
Creamos una especie de turno que
era respetado incluso por los dos jardineros, los cuales, conocedores del lugar,
llevaban años disfrutando y ocultando su particular tesoro.
Aquel día, tras el primer contacto,
volví a la vereda y, cuando nadie
observaba, me introduje por vez primera en lo que con el tiempo serían
mis dominios y el lugar que consigue sacar
mi versión más calmada y hedonista.
Primero me dediqué a pasear por la
zona, reconociéndola y maravillándome ante lo que acaba de encontrar. Luego,
pasado los primeros momentos me senté a meditar sobre lo que me había llevado
hasta allí en un banco metálico de aspecto centenario.
Comprendí que tenía miedo. El accidente y la seguridad de haberla perdido para siempre había creado una sensación de conocer la muerte que nunca hasta entonces había experimentado. Cierto es que habían muerto familiares mayores o algún vecino, pero esto era diferente. Era la certeza de que alguien tan cercano que prácticamente era parte de mí pudiera no existir más. Podía incluso haber sido yo.
Levanté la vista y traté de absorber por todos mis sentidos lo
que en esos momentos me regalaba ese mágico rincón del parque y supe que estaba
vivo y que necesitaba sentirme vivo.
Y cada vez que la cotidianeidad me
pone a prueba con sus múltiples tentaciones para sentirme despegado de la vida,
regreso a ese banco, aunque sólo sea por
el corto tiempo que me permiten los turnos rotatorios. Y continúo viviendo.
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