NOCHE
La noche era fría. Las ropas, mojadas,
cuarteadas y pesadas por la acumulación de barro tras la batalla tampoco
ayudaban a conseguir una postura cómoda que permitiese intentar conciliar el
sueño. Estaba muy cansado. Pero pesaba más la derrota que la larga marcha, el
clima o la batalla, que fue rápida y desastrosa.
Sabía que estaba acabado. Que todos estaban acabados. El rey
jamás perdonaría su revuelta. Tenían que servir de ejemplo. El juicio sería una
simple formalidad antes de ser ejecutados.
Llevaban ya mucho tiempo juntos y aunque no siempre habían
estado de acuerdo, les unía su afán de libertad y su oposición a ese rey que
nada sabía de su reino. Un rey al que poco importaban sus dominios excepto para
saquearlos o sus súbditos, sino para oprimirlos.
Juan parecía dormir. O al menos lo fingía. Francisco lo
miraba fijamente. Quizá pensando que se había equivocado siguiéndolo en una
empresa abocada al fracaso. O quizá pensando que no había sido un buen líder.
Aunque él nunca quiso liderar nada. Las circunstancias le pusieron al mando de
gente con sus mismas ideas por una serie de casualidades. No era militar, no
era un estratega. Siempre tuvo que improvisar. Y la improvisación, contra un
ejército profesional, más numeroso y mejor pertrechado, acostumbra a producir una
derrota estrepitosa.
Al menos lo intentamos, pensó.
Se empezaba a filtrar la luz del amanecer. El juicio era a
primera hora. El cadalso ya estaba levantado. Antes del mediodía serían
historia. O tal vez nadie los recordaría. Quizá el esfuerzo no había servido
para nada.
Sonó una llave en la puerta de la improvisada celda. Dos
soldados con aspecto cansado abrieron con estrépito y les ordenaron salir.
Despertaron a Juan y le ayudaron a incorporarse. Parecía otra persona, como si
la derrota le hubiera despojado de su ser. Se dejaba hacer sin oponer ninguna
resistencia. Pero no estaba con ellos.
Los llevaron a una sala donde varios hombres con cara de no
querer estar allí actuaron como jueces en una parodia que culminó en una rápida
sentencia. Francisco se enfrentó airado a ellos en varias ocasiones. Juan
estaba en otra parte. Él decidió aceptar algo que sabía inexorable desde el
momento en que fueron derrotados y apresados.
Los cuatro peldaños del cadalso resultaron más duros que
escalar que un monte, pero finalmente estaba allí, de pie ante su verdugo.
Francisco y Juan ya habían terminado con aquello. Su sangre,
abundante, se escurría entre las maderas.
Se arrodilló y colocó su cabeza en el rugoso tronco que,
debido a la improvisación, era lo mejor que se había encontrado para tan
solemne momento.
La espada cayó con rapidez. El verdugo sabía hacer su
trabajo.
Juan de Padilla no notó nada.
Comentarios
Publicar un comentario